José Luis Alarcón Vela
El tránsito puede conceptualizarse como un microcosmos que encierra cuatro elementos: El hombre, la máquina, la vía y el ambiente, interactuando en una dimensionalidad donde espacio, tiempo, materia y energía, como en pocas otras actividades sociales -salvo la guerra- adquieren una significación extremamente crítica para la vida y la integridad física del primero.
Precisamente es en este ambiente de festejos donde se acentúa mucho más el tránsito, y por consiguiente los recorridos en automóvil pueden volverse más peligrosos si no se crea y toma conciencia de que algunos factores como el sueño y el alcohol afectan la conducción de cualquier persona originando accidentes mortales.
Si ya está comprobado que el simple cambio de estación radial en el autoestereo del auto, la misma postura que adopte el conductor, el hacer uso del celular de forma manual y hasta los juegos o berrinches de los niños dentro del auto y máxime en horas pico, son en gran medida factores que elevan la posibilidad de sufrir un accidente, el hacer lo mismo con unas copas encima o sin haber dormido bien elevan exponencialmente el sufrir un choque fatal.
Conducir con sueño
La luz y la oscuridad regulan nuestros ciclos de vida, se trata de los ciclos circadianos que controlan nuestras funciones diarias. Ellos son los responsables de “acelerar o frenar” nuestro motor cerebral para que esté despierto o se duerma. La vigilia es el reflejo de que el cerebro se encuentra en estado de alerta, despierto. Desde el punto de vista de la conducción de un auto, esto significa que la persona al volante tiene la capacidad de anticiparse y de responder adecuadamente a alguna circunstancia imprevista.
Cuando la atención es óptima, el tiempo de reacción es inmediato, y el conductor puede realizar la maniobra adecuada (como aplicar los frenos) en un segundo. Sin embargo, cuando nuestro estado de vigilancia baja, ocurre lo mismo con nuestro nivel de atención, por lo que la velocidad a la que reaccionamos frente a un imprevisto se duplica o triplica. En términos automovilísticos, esto significa que si manejáramos un vehículo a 130 km/h, el segundo que tardamos en reaccionar representa una distancia de 36 metros; pero, si tardamos dos o tres segundos, entonces la distancia que recorremos sin actuar adecuadamente es de 72 o incluso de 108 metros, suficientes para ir directo hacia un accidente de graves consecuencias.
Los neurofisiólogos distinguen dos niveles en la disminución de las aptitudes cerebrales del automovilista. Ante todo la hipovigilia, que se caracteriza por un desfase transitorio del nivel de atención del cerebro: es entonces cuando se avanza zigzagueando por el carril, o lo que es peor, ocupando dos carriles sin prestar más atención que a los señalamientos del camino.
¿Alguna vez ha tenido la sensación de que su espíritu divaga y no es usted, sino un piloto automático el que manipula el volante? Sin embargo, de acuerdo con los expertos, la monotonía del recorrido no es la única responsable de estas “lagunas”. Si el habitáculo es demasiado cómodo, usted estará a resguardo del mundo terrenal y sus estímulos: ya no siente la aceleración ni los pequeños desniveles del camino, el ruido del motor se oye como un suave ronroneo, en fin, son las condiciones ideales para tomar un descanso... y puede pasar de ese estado de hipovigilancia-del que sale en cuanto se presenta algún imprevisto- a uno de somnolencia (sobre todo, si ha manejado por más de tres horas), cuyos signos podemos reconocer al instante: bostezamos, sentimos los párpados pesados, los ojos terrosos y la boca seca.
En estas condiciones, vamos perdiendo atención a lo que ocurre a nuestro alrededor y llega un momento en el que el volante ya no nos pertenece, los cambios de velocidad son menos precisos, ya no detectamos a qué velocidad avanzamos... Los párpados se nos cierran durante tres o cuatro segundos mientras el cerebro se adormece y quedamos a merced de las circunstancias: hemos caído en un episodio de microsueño.
Alcohol y volante
El principal factor en contra de cualquier conductor es el ingerir bebidas embriagantes y manejar. El alcohol es la causa principal de los accidentes viales cuyas consecuencias son mortales.
A este factor se le imputa el 40 % de los incidentes mortales, esto causado por conducción alterada por influjo alcohólico, cifra que representa solo un eje estadístico pues, en ciertas franjas, como las edades comprendidas entre la adolescencia y la juventud, se eleva hasta el 65 %.
Por su acción directa sobre el sistema nervioso central, aún a dosis ínfimas que no evidencian síntomas típicos, el alcohol interfiere fatalmente en todos los rendimientos psicosomáticos, aspectos físicos, psíquicos e incluso morales de la personalidad.
La ingesta alcohólica, como la de drogas, es la enemiga jurada del estado de psicofísico de capacidad personal, y, por ende, de la seguridad vial.
La importancia del trago de más
En la percepción del hombre medio, uno o dos tragos de alcohol suplementarios simplemente no tienen significación; por el contrario, parecen aumentar la percepción sensorial, el equilibrio emocional, la claridad de juicio y la habilidad motriz.
Nada más lejos de la realidad pues, en el tránsito, el gran problema no lo es tanto el estado de ebriedad propiamente dicha, sino, las dosis subclínicas, las que no producen más síntomas que un leve brillo en la mirada, alguna risa fuera de lugar, locuacidad, yerros intrascendentes y ligeras somnolencias. Pero es un hecho clínico que, con el primer trago, al irrumpir el alcohol directamente en el torrente sanguíneo por vía mucosa, comienzan las alteraciones visuales, reflexológicas, motoras y psicológicas, las cuales se traducen al momento en actos conductivos equivocados, negligentes, innecesariamente arriesgados, emulativos, o extemporáneos lo cual, en el alto dinamismo del ambiente peatonal-vehicular, incrementa en gran medida el riesgo. Por supuesto que aquí no se considera el extraño fenómeno de la "ebriedad patológica" que consiste en una descompensación psicofísica de enormes proporciones causada por la ingesta de cantidades ínfimas.
Lo peor del alcohol reside en el efecto psicológico de engaño que induce, pues, hasta un cierto punto bastante alto de la curva de consumo, el sujeto se siente interiormente cada vez mejor en la misma medida que su rendimiento empeora, al punto que sea un aberrante lugar común afirmar: "cuanto más tomo, mejor manejo", lo cual expresa lo exactamente contrario a lo que sucede en la realidad. Por ejemplo, se ha demostrado experimentalmente hasta el cansancio que, para una alcoholemia comprendida entre 0,50 y 0,80 gr/lt, el espacio de detención de un vehículo a una velocidad de 100 Km/H se prolonga entre 20 y 30 metros, lo que demuestra el grado de interferencia que causa una sola copa de licor suplementaria. La crítica diferencia responde al descenso del nivel de umbral reflexológico, el cual no es auto-percibido en absoluto por el intoxicado, y, menos, por el peatón que se encuentra cruzando en el espacio correlativo al "inocente trago".
Hoy en día nadie ignora que alcohol y conducción son antagónicos, pero ocurre que, por la falta de una verdadera educación y mayores castigos penales muchos están dispuestos a probar lo contrario por un doble impulso: por el que les provoca la misma ingesta deshinibidora y por la irracional noción inconsciente de que los desastres: "le pasan a los otros".
Tal vez parezca un criterio demasiado severo, pero la única forma de iniciar el proceso de comprensión social de esta tragedia cotidiana, es convertir la conducción automotriz bajo ingesta etílica –u otras drogas- en un ilícito penal propiamente dicho. Así, al marcar la fatal conducta con el estigma del delito, se estaría motivando su desaprobación generalizada, tanto como el sano temor de caer en la infamante condición de delincuente. Mientras tanto sigamos con frases repetidas ya hasta el cansancio pero que por lo cotidiano de las mismas casi nadie las respeta: "Si toma no maneje y si maneja no tome".